No
sé si es por el aire triste que trae a rastras el otoño o por el insoportable
grito del caer de las hojas. Pero la nostalgia azota los cristales de mi
ventana y da zancadas hasta meterse en mi ser. Sin piedad ni anhelo, ha tomado
la cordura transformándola en melancolía. Esa melancolía que se pierde entre
canciones de Serrat y las pinceladas del sol sobre las nubes. Y todo acompañado
del frío que te cala los huesos, no puedes evitar pensar en una cama. Ese reino
de sabanas y blancura donde, entre mis pechos y tus manos, se escondía la magia
del tacto. El movimiento rítmico, el ardor de la lengua en tu piel que
enciende el cosquilleo y el temblor de tus piernas; dos almas inútiles en el
mundo, lo unen a la vez que nuestro cuerpo sin más importancia. No me acobardo
ante esos recuerdos, ni ante aquel hormigueo, pero mentiría si negara que una
parte de mi ser se estremece cuando vuelve a oír los gemidos y la fuerte
respiración. Pero lo que me ha traído consigo esta tarde de otoño, es el anhelo
de esos ojos que calentaban más que cualquier contacto erótico con mi cuerpo. Y
sin más demora me encierro en mi minúscula cama, dispuesta a hacer el amor con
la soledad para matar tu gélida ausencia.
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